Comentario
Los tratados de Westfalia de 1648 supusieron para la zona germánica la reafirmación de los poderes de los príncipes de los múltiples Estados alemanes en detrimento del poder efectivo del emperador, reforzamiento político que se incrementaría con la derrota imperial en sus pretensiones de imponer un gobierno centralizado y unificador, dando paso, por contra, a que los Estados menos sobresalientes adquirieran las prerrogativas que desde tiempo atrás habían disfrutado, sobre todo las grandes circunscripciones electorales del Imperio. De esta manera, la fragmentación política de Alemania se hizo todavía más evidente, pues continuó dividida en varios centenares de entidades políticas casi independientes, cuyos gobernantes gozaban de amplísimos poderes que abarcaban, entre otros derechos, el de acuñar monedas, formar ejércitos propios, cobrar impuestos, incluso el de llevar a cabo unilateralmente la política exterior que considerasen beneficiosa a sus intereses particulares. Por consiguiente, resulta más esclarecedor distinguir muchas Alemanias, ya que no hubo en ningún momento una línea común de actuación que unificara ni aglutinara a los múltiples Estados territoriales que teóricamente seguían formando el variado conjunto imperial Germánico.
No obstante, el Imperio seguía existiendo desde el punto de vista institucional, manteniendo por lo demás el título de emperador su prestigio y significación honorífica, a la vez que continuaban con sus funciones propias y representativas los organismos imperiales, los cuales, aunque un tanto inoperantes y escasamente efectivos, se mostraban dispuestos a no desaparecer, dejando constancia de su presencia mediante intervenciones en asuntos de su incumbencia y reuniones periódicas. La designación imperial no perdió su carácter electivo, pero sí aumentó el número de electores, que para finales de la centuria eran nueve, dos más de los siete que tradicionalmente habían formado el colegio electoral. La Cancillería, la Cámara Áulica y los Círculos pretendieron ser operativos, actuando cuando podían en los temas que les competían siempre teniendo en cuenta sus limitadas posibilidades prácticas. La Dieta pasó a ser permanente, debiendo sancionar las decisiones sobresalientes del Gobierno imperial, aunque perdió calidad en los representantes que acudían a ella y no fue capaz de superar su lento, confuso y anquilosado mecanismo de funcionamiento, dominado por las interminables discusiones y debates internos siempre en defensa de las muy conservadoras libertades germánicas, que una y otra vez coartaban los intentos de creación de una Monarquía fuerte y centralizadora como era el deseo de la familia de los Habsburgo, que desde mediados del siglo XV continuaba ocupando el trono imperial. Fernando II (1619-1637) y Fernando III (1637-1658) habían visto fracasados sus proyectos unificadores, de tendencias absolutistas y dimensiones universales, directrices que tuvieron que ser cambiadas por Leopoldo I (1658-1705) para adaptarse a las condiciones impuestas por los nuevos tiempos que corrían, siendo consciente de que no era posible ya luchar por imponer la vieja idea imperial, lo que le llevó a volcar sus deseos unificadores sobre sus territorios patrimoniales.
La pretensión de alcanzar un poder autoritario y centralizado en la figura del gobernante fue una aspiración común a los engrandecidos príncipes de los Estados alemanes, que vieron robustecida su posición a raíz de los acuerdos de 1648 que les concedían amplios derechos de soberanía sobre sus territorios respectivos. En casi todos ellos se experimentó una pérdida de influencia de las asambleas representativas locales, aumentando paralelamente el poder único de los príncipes, que procuraron concentrar en su persona las prerrogativas regias al estilo de las Monarquías occidentales. La consecución de los recursos financieros necesarios para poder llevar adelante una política de fortalecimiento del Estado, y para reunir un ejército adecuado a las exigencias de dicha política, fueron otras tantas aspiraciones de estos príncipes para poder equipararse al modelo que presentaban las grandes potencias de su entorno. Algunos lo conseguirían, convirtiéndose incluso ellos mismos en reyes, pero muchos otros no llegarían a alcanzar los objetivos de grandeza que se habían propuesto.
De entre toda la mezcolanza de los numerosos territorios que integraban el Imperio, algunos de ellos se destacaron durante un cierto tiempo pero sin poder mantener su protagonismo, casos de Baviera y de Sajonia, mientras que hubo otros, a saber, Brandeburgo y los Estados de Austria, aquél en el Norte, éste en el Sur, que se convirtieron en formaciones estatales poderosas que llegarían a dominar sus áreas de influencias respectivas, pudiendo ser consideradas ya para finales de siglo como las principales potencias de la Europa central.
En Baviera, los componentes de la familia gobernante, de tradición católica, que se sucedieron en el transcurso del siglo XVII practicaron una política de corte absolutista con continuas intervenciones exteriores, saldadas un tanto negativamente en perjuicio del desarrollo del interior del país. Tres largos mandatos casi llenaron el siglo y primer cuarto del siguiente. El primero de ellos correspondió a Maximiliano I (1598-1651), que se vio inmerso en la guerra de los Treinta Años, conflagración que condicionó todo su gobierno y que seguiría repercutiendo, tras la paz, en el de su sucesor, Fernando María (1651-1671), a la busca de alianzas ventajosas para poder tener un relativo protagonismo internacional, política que continuaría Maximiliano Manuel II (1679-1726), contando para ello con la afirmación de su poder personal sobre la asamblea de sus Estados (el Landtag ya no se convocaba), con el perfeccionamiento de la administración central y con la mejora del ejército.
Mientras tanto, el papel de Sajonia dentro del Imperio había perdido bastante de la relevancia que había tenido desde tiempos atrás. La múltiple división de las ramas familiares de la Casa electoral, las secuelas de la mala coyuntura económica que tuvo que atravesar, los impactos de la guerra y la rivalidad creciente de los Estados vecinos, sobre todo de los pertenecientes al electorado de Brandeburgo, produjeron este retroceso de Sajonia en el marco de los territorios alemanes, más llamativo aún por la pérdida de su liderazgo entre los países protestantes germánicos, que pasó a ser asumido, paralelamente a su engrandecimiento político, por los Hohenzollern. Una situación que fue todavía más evidente en las postrimerías del siglo, cuando Federico Augusto de Sajonia (1694-1733) se convirtió al catolicismo para poder ocupar el trono polaco, vacante tras la muerte de Juan Sobieski, al que accedería en 1697 como Augusto I, dejando así el camino expedito para el claro dominio en el norte del Imperio de la poderosa dinastía de los Hohenzollern.
En este ámbito septentrional, destacó a lo largo de la centuria el ascenso casi imparable del electorado de Brandeburgo. La primera ampliación territorial significativa se operó durante el gobierno de Juan Segismundo (1608-1619), gracias a una doble herencia: la que le permitió en 1614 tomar posesión, tras superar serias dificultades, del ducado de Cléveris y de los condados de Mark y de Ravensberg, todos ellos situados al oeste de sus tierras patrimoniales; y la recibida en 1618, que le supuso la posesión del ducado de Prusia, situado fuera de los límites orientales del imperio y que estaba bajo la soberanía de la Corona polaca. De esta forma comenzó a formarse un extenso Estado que abarcaba territorios muy diversos, tanto de dentro como de fuera del Imperio, aunque con el grave inconveniente de su discontinuidad, dada la separación y el alejamiento de sus partes integrantes.
El nuevo aporte significativo vendría a raíz de los tratados de Westfalia, ya durante el mandato del verdadero hacedor del Estado de Brandeburgo-Prusia: Federico Guillermo, el Gran Elector (1640-1688). La Pomerania oriental y las tierras pertenecientes a los secularizados obispados de Minden, Halberstadt y Magdeburgo pasaron a formar parte de las posesiones del elector, quien tenía por delante la ardua tarea de cohesionar los diversos trozos sobre los que ejercía su dominación política, de dotarlos de un operativo sistema administrativo y de garantizar su defensa mediante unas fuerzas militares eficaces, necesitando para ello poder contar con suficientes recursos financieros que sustentaran esta política de fortalecimiento de todo el aparato estatal, objetivo principal que perseguía.
Los resultados fueron bastante satisfactorios: al terminar su mandato, Brandeburgo-Prusia contaba con un sistema fiscal renovado, basado en una serie de impuestos permanentes de nueva creación y en el control gubernamental de los existentes, con una burocracia relativamente centralizada y unificadora, capaz de mostrarse eficaz mediante los consejos de gobierno y los funcionarios provinciales, con un poder fuerte y autoritario personificado en la figura del Elector y con un impresionante ejército, adiestrado, muy disciplinado e integrado mayoritariamente por mercenarios, capaz no sólo de proteger los ya muy extensos dominios interiores, sino incluso de practicar una agresiva y expansionista proyección hacia el exterior. Ello fue posible debido también al desarrollo económico del país, potenciado igualmente por el Gran Elector mediante una política de atracción de mano de obra y técnicos extranjeros, sin tener en cuenta las creencias religiosas de los que llegaban aunque interesado más en la venida de grupos calvinistas acordes con su propio credo, especialmente de franceses y holandeses. La recuperación económica resultó un tanto espectacular teniendo en cuenta que las condiciones naturales de las tierras repobladas no eran las más idóneas para un rápido crecimiento.
Por el Sur, la potencia dominante era la Monarquía de los Habsburgo, que desde el siglo XV monopolizaba al mismo tiempo la Corona imperial al recaer ininterrumpidamente en ella el título de emperador, teniendo como base patrimonial los Estados austriacos, más la posesión de los Reinos de Bohemia y Hungría, aunque este último muy disminuido por la presencia turca en buena parte del territorio magiar. La composición de esta formación política que abarcaba las tierras danubianas era pues poco uniforme y homogénea, al estar constituida por zonas y pueblos muy variados, con procedencias, costumbres, lenguas y religiones diferentes; de ahí la falta de unificación que presentaba el Estado de los Habsburgo.